martes, 3 de mayo de 2011

LA TIENDA DE LAS VANIDADES

                                     
George se removía inquieto en su lecho. No podía conciliar el sueño. Sólo faltaba una semana para la feria anual del condado y repasaba mentalmente las novedades que ese año había traído a su tienda: porcelanas de París, encajes de Venecia, sedas y rasos de Orleans, cajitas de música del mismísimo Londres y lo más original: unas muñecas de la lejana Rusia, con la particularidad de que a la vista sólo se veía una, la cual, hueca y abierta por la mitad, albergaba a otra segunda y ésta a una tercera y así sucesivamente hasta la séptima y última. Las llamaban matrioskas.
Pero de lo que más satisfecho estaba era de haber conseguido una joya única. Se trataba de un anillo montado en oro con un enorme zafiro azul brillante de forma ovalada y rodeado de magníficos diamantes rematados en estrella. Por él había pagado un gran precio, pero pensaba colocarlo bien y sacar un beneficio superior al de las ventas de todo un año.
La víspera de la feria todo estaba en perfecto orden; George abrió el estuche que contenía la valiosa joya y la admiró de nuevo, buscando en su cabeza los adjetivos con los que debía describirla para encandilar al mejor postor; tal vez un noble para regalársela a su amada esposa por haberle dado un heredero, o un oscuro barón para brindársela su apasionada amante.
 Mientras contemplaba la pieza observó como su ayudante, un enclenque muchacho, al que había recogido por compasión años antes, echaba al anillo un vistazo solapado y notó en su mirada un destello de codicia. Precipitadamente cerró el estuche y lo guardó en la vitrina. Siguió supervisando las gargantillas de piedras semipreciosas y los relojes de oro.
Excepcionalmente estaban en la tienda su esposa, que también quería ver las nuevas adquisiciones y su travieso  hijo de cuatro años, entretenido en ese momento en meter y sacar muñecas matrioskas.
El ansiado día de feria llegó y la tienda se llenó de selecta clientela. A última hora de la tarde un exquisito caballero le pidió algo muy especial, una pieza exclusiva para entregar a su amada como regalo de compromiso y George respiró aliviado, ¡era su momento! Con toda solemnidad fue a abrir el estuche para mostrar  el valioso anillo y…  ¡vacío!
Balbuceó una disculpa al caballero y rápidamente fue a la oscura trastienda donde estaba  su ayudante y le acusó sin dudar:
-¡Tú has sido, ladrón!, te enviaré a la horca si no confiesas ahora mismo. ¡Me has robado el anillo!
 El joven, aturullado, negó que hubiese cogido algo, pero no le sirvió de nada,  cada vez más nervioso fue retrocediendo seguido por un enfurecido y amenazante  George. El chico, sin ver, dio un traspiés y tropezó con un jarrón de alabastro con tan mala fortuna que cayó hacia atrás. no se levantó más.
Aquella noche, cuando ya se habían llevado al muchacho, George se quedó en la tienda. Se sentía desolado, no sabía cuál era el dolor más grande,  la pérdida del anillo, la de su joven ayudante o la de su confianza en él. En esto, sus ojos tropezaron con la matrioska pequeña, la última de las muñecas rusas. Estaba tirada en el suelo, al lado de la silla donde su hijito había jugado con ellas la tarde anterior, inconscientemente la cogió y empezó a deshacer muñecas para colocarla en su lugar y al llegar a la penúltima…el brillo de un enorme zafiro azul dejó a George sin habla y sin consuelo.                                                                                

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