domingo, 19 de diciembre de 2010

CUENTO DE NAVIDAD



CANCIÓN TRISTE DE NAVIDAD

Concha era  una mujer regordeta y bajita, esa típica persona  que forma parte del paisaje urbano pero en la que  nadie se fija  si no es para cobrarle el pan en la panadería o para tratar de venderle en vano la farola en la calle.
Concha vivía  desde hacía mucho tiempo sola en una casa donde la vecindad había ido cambiando una y otra vez y era gente de paso, por lo cual apenas  nadie la conocía.
La  única ventana que daba al patio de su casa era la  de la cocina. Allí se aposentaba un triste geranio con las hojas oscurecidas por el polvo y por el tiempo. La hoja de la ventana estaba casi siempre entreabierta pero nunca se escuchaban ruidos del interior.
Como decía, Concha era una de esas miles de personas cuya presencia pasaba desapercibida para el resto de los mortales. Nadie se había preguntado nunca quién era, de qué vivía y cómo vivía.
 Concha  se daba cuenta de eso pero no le importaba; se acercaban las navidades y sabía que entonces tendría, como todos los años, la respuesta a su anónima existencia.
Aquel 23 de diciembre Concha se levantó a la misma hora de siempre, se llenó un cuenco grande de café con leche, azúcar y sopas de pan; se atusó su pelo dócil y medio rizado con un peine grande y se puso una ropa anodina, de esas que aunque la cambiase siempre parecería  la misma. Luego salió a la calle.
Después de dar un pequeño paseo cogió el metro. Se metió en el vagón y quedó semioculta entre los pasajeros de la mañana, a unos se les veía ya activos,  a otros aún perezosos, varios con  mal humor o bastantes mustios, algunos, los menos, parecían dinámicos.  Se miraban entre ellos o iban leyendo o dormitando pero ninguno se fijó en Concha.
Al cabo de muchos minutos  llegó al final de su viaje. Salió y se echó a andar. Quince minutos más tarde llegó a su destino: una casa modernista de  imponente fachada. Desde la acera, Concha buscó con la mirada al portero de la finca, a esa hora él solía subir a su casa durante unos minutos, pero ese día no, ese día estaba encerrado en su garita  leyendo algo.
 Concha esperó unos segundos hasta que se cercioró de que estaba bien distraído y sigilosamente entró al magnífico portal; rápido se dirigió a las escaleras de servicio y no se paró a llamar al ascensor. Subió hasta el segundo piso mientras buscaba un llavero en su pequeño bolso.
Sacó una llave y la metió en la cerradura de la casa. Entró  sin hacer ningún ruido y  fue derecha a la puerta del fondo de un largo pasillo. Concha conocía bien la casa. No en vano llevaba más de un año visitándola a diario.
La habitación era muy amplia aunque en la oscuridad apenas se vislumbraba nada. Concha se acercó a los ventanales y abrió los cortinones dejando entrar la pálida luz de esa mañana gris de diciembre.
Entonces se vio una cama donde empezaba  a moverse una voluminosa figura. Entre sábanas, mantas y edredones  un  hombre mayor  trataba torpemente de incorporarse sin lograrlo. Emitió un quejido y se quedó quieto.
-Buenos días, don Lesmes, ya estoy aquí.
El hombre, asustado, abrió los ojos y también la boca para decir algo pero no tuvo fuerzas.
Una hora más tarde el grueso anciano estaba pulcramente vestido y en su silla de ruedas sentado a la mesa del  lujoso comedor con una taza de café con leche, azúcar y sopas de pan.
De sus ojos caían lágrimas y de la comisura de su boca un hilillo de baba que Concha le limpiaba cuidadosamente. Don Lesmes miró enfrente, el lugar donde Rosario, su esposa debería de estar sentada, e hizo un ligero movimiento de barbilla como preguntando por ella.
Concha le respondió:
-Doña Rosario se nos fue, don Lesmes pero me pidió que cuidara de usted cada día y es lo que hago por orden suya y también porque le tengo mucho aprecio. Vamos, que le doy el desayuno, no se le vaya a enfriar.
En vano apretaba el anciano la boca. Siempre le había parecido aquel basto desayuno comida de criados pero su insaciable estómago  le pedía algo aunque no fuera exquisito. Y ese pan blando en leche caliente y dulce le hizo rendirse.
Después, Concha le llevó al mirador principal y lo puso detrás de los cristales desde donde se veía una grandiosa plaza con toda la vorágine de un día de labor en una gran ciudad. Cruces de calles, semáforos, rótulos, coche, autobuses, viandantes por doquier. En el centro, junto a la estatua del prócer de turno, un gigantesco árbol adornado con mil bombillas  indicaba que la navidad estaba encima.
Un suave solecito parecía que quería entrar a través de la cristalera a entibiar los fríos huesos de don Lesmes. Éste se quedó mirando las bombillitas. Entonces recordó. Recordó que el año anterior más o menos por esas fechas, Rosario, también enferma, había contratado a esa persona para que les cuidara a ambos. Muy poco tiempo después Concha le comunicó el fallecimiento de su esposa.
Desde entonces don Lesmes se había quedado solo, imposibilitado y a merced de esa mujer vulgar que le atiborraba de comida.
Pensando esto se quedó dormido.
Concha estuvo durante horas  trajinando en la cocina. Era noche cerrada cuando salió del piso cargada de pesadas bolsas.
 Aunque era mucho el peso que llevaba, en vez de coger un taxi recorrió andando la larga distancia desde la casa hasta la boca del metro. Tuvo que pararse varias veces a depositar las bolsas en el suelo y descansar.  Esta vez había poca gente en el vagón y ella pudo sentarse  poniendo cuidadosamente a su lado sus bultos.
El albergue de beneficencia de aquel barrio periférico era una bajera muy amplia y digna. Los que lo atendían eran voluntarios a las órdenes del párroco de la iglesia, un cura muy comprometido que involucraba a todo el que se dejaba y, ciertamente, la gente del barrio respondía bien, sobre todo en navidades.
 Este año, Lucía, una maestra jovencita de la escuela pública había animado a sus alumnos a hacer guirnaldas, papa noeles, estrellas y ángeles para decorar el centro. Genaro, el transportista se encargaba de llevar un abeto natural todos los años y nunca le preguntaban por su origen.   Mercedes la peluquera y su hermana  llevaban de su casa el belén  con la excusa de que era demasiado grande para un domicilio, pero todos sabían que el padre era un ateo convencido.
Así entre unos y otros convertían el lugar en un sitio agradable y cálido para los cada vez más numerosos indigentes que se acercaban en Nochebuena a  dar buena cuenta de la esperada cena que desde hacía años llevaba otra de las voluntarias: Concha.
Nadie sabía  donde vivía aquella mujer, no era de la zona,  pero hacía años que no faltaba a la cita llevando unas viandas riquísimas cocinadas por ella misma y hasta se quedaba en el albergue a servir y a cenar.
Este año Concha  había  llevado  más  bandejas de comida que el anterior y estaba, aún si cabe, más rica. Sus guisos tenían un sabor especial, la carne era un poco dulzona pero muy sabrosa y no tenía un solo hueso. Unos decían que era carne de pavo, otros de avestruz, o de potro, o de cordero, o de faisán. La acompañaba de verduritas y frutos secos: uvas pasas, orejones, ciruelas y piñones.
 Cuando le preguntaban  qué tipo de carne cocinaba, ella sonreía bobalicona y no contestaba. Pero todos alababan sus condimentos y sus dotes culinarias. Concha  recibía los halagos con agradecimiento. Una vez al año sentía que era la Cenicienta que había ido al baile y todos habían reconocido sus encantos. ¡Tenía su recompensa!
-Adiós don Lesmes- susurró mirando el trozo de carne que había en su tenedor- has superado a la estirada de tu mujer. Me va a ser difícil encontrar un sustituto mejor para la próxima Nochebuena.



                                                        FIN